El autoconcepto

Por lo general, nos resulta fácil entender la idea de amar a Dios y al prójimo, pero Jesús también dice “como a ti mismo”.

Desde la familia y las demás instituciones por las que transitamos a lo largo de la vida, se nos enseña a respetar, tolerar o no odiar al otro: hermanos, compañeros de escuela, vecinos, personas con percepciones diferentes a las nuestras, etc., pero poco o nada se nos enseña sobre qué es realmente el amor y, mucho menos, cómo amarnos a nosotros mismos.

Sin embargo, el amor propio es fundamental para tener una vida feliz, con buenas relaciones interpersonales (Bowlby, 1995), y se manifiesta en un autoconcepto coherente (Kuzma, 2008).

La importancia del autoconcepto radica en que funciona como un guía.

Es el responsable de la percepción que tenemos de nuestras experiencias y, por lo tanto, condiciona nuestro actuar en los distintos roles que desempeñamos en la vida (Markus y Wurf, 1987; citado en Moreno, Resett y Schmidt, 2015).

A su vez, estas experiencias que vivimos son la base para formar el autoconcepto, por lo que construirlo de manera coherente no es algo tan sencillo como proponérnoslo (Rogers, 2014).

Aunque solemos decir, por ejemplo, que “fulano de tal” tiene baja autoestima para referirnos a que tiene una pobre imagen de sí mismo, la autoestima es, en realidad, parte del autoconcepto.

Según diversos autores, el concepto sobre nosotros mismos incluye distintos aspectos para considerar, como la imagen personal, la autoestima, la confianza propia, el respeto propio o la autodeterminación (Kuzma, 2008; Frankl, 2015).

  • La imagen personal suele tomar mayor relevancia hacia el final de la infancia y está fundamentada, en gran medida, en las características ideales de belleza física que aprendemos del entorno: de los pares, de las expectativas familiares, de las imágenes que transmiten los medios de. Si bien es importante sentirnos a gusto físicamente, es más importante aún la belleza interior, la belleza de la personalidad, tener un carácter atrayente y una actitud positiva (Kuzma, 2008). De esta manera, seremos queridos y valorados por los demás, lo que, a su vez, elevará nuestra autoestima (Sarráis, 2013) comunicación y la cultura en general (Mestre, Samper y Pérez, 2001).
  • La auto-estima es el valor (estima) que nos adjudicamos. Paradójicamente, este valor está basado en lo que percibimos que los demás sienten o piensan acerca de nosotros. Desde nuestros primeros años, la autoestima la construimos o destruimos por el reflejo que vemos de nosotros mismos en el espejo de las acciones y palabras de los otros (Kuzma, 2008).Es, en definitiva, sentirnos bien con nosotros mismos porque otros nos aprecian (Sarráis, 2013).

Sin embargo, las valoraciones y opiniones ajenas no pueden convertirse  en la única referencia para la estima personal. De lo contrario,                  quedaríamos atados a satisfacer siempre las expectativas de los otros, dejando las propias de lado y buscando constantemente la aprobación de los demás; lo cual nos llevaría, tarde o temprano, a sentimientos de insatisfacción, inseguridad, ansiedad, etc. (Moreno et. al, 2015).

  • Bowlby (1995) explica que para desarrollar confianza propia es fundamental una base segura en la infancia. Es decir, tener a alguien (preferentemente nuestros padres) en quien podamos confiar, alguien que acudirá en nuestra ayuda cuando aparezcan dificultades. Mientras se desarrolla nuestro psiquismo infantil, esta base segura repercutirá en nuestra capacidad para iniciar y/o mantener relaciones saludables con otras personas.

Las experiencias de confianza básica vividas en la infancia temprana influyen en el desarrollo (o no) de una personalidad madura, la cual supone que seremos capaces de controlar nuestros estados emocionales para evitar actos impulsivos, no perjudicar el bienestar de los demás (Allport, 1986) o reducir la intensidad y la frecuencia de las emociones negativas frente a sucesos externos (Sarráis, 2013).

  • También desde la infancia vamos internalizando paulatinamente un código de ética cuando nuestros padres, madres (o cuidadores primarios) y demás adultos de nuestro entorno atienden y reprenden nuestras malas conductas: no maltratarnos a nosotros mismos, no maltratar a las demás personas ni a los animales ni, incluso, las cosas. Pero también deben enseñarnos desde niños (o la hará la vida u otras autoridades) que somos responsables por nuestras acciones. Esta toma de conciencia de nuestras responsabilidades favorecerá el desarrollo del dominio propio y, por ende, del respeto propio (Kuzma, 2008).

Las acciones sí pueden ser buenas o malas. Es, por ejemplo, decirle a un hijo “te amo porque sos mi hijo, pero no me gusta cuando desobedecés” o “siendo que la mayor parte del tiempo sos una nena obediente, me pongo triste cuando quiero cuidarte y no me hacés caso”. Se trata, básicamente, de reconocer las cualidades positivas y felicitar las conductas acertadas antes que hacer hincapié en lo negativo.

Esto vale también para las relaciones interpersonales entre adultos (Serráis, 2013).

Cuando desde niños nos enseñan sobre la propia dignidad y el valor que tenemos como personas, habremos aprendido, también, a defender la dignidad y valor personal de los demás (Miozzo, 1968). Es más, cuando nos dedicamos a ayudar y apoyar a los otros, nuestro autoconcepto se enriquece grandemente (Crocker, 2002; citado en Meglosa, 2013).

  • Los seres humanos no estamos condicionados ni mucho menos determinados por el destino o alguna fuerza semejante. Cada persona, de acuerdo con su madurez, tiene la capacidad para decidir cómo enfrentará determinadas circunstancias. Esta capacidad es la autodeterminación. Es decir que nuestra vida no se limita al mero hecho de existir, sino que poseemos la capacidad de decidir (determinar) cómo será nuestra existencia y en qué tipo de persona nos convertiremos en el momento siguiente. Según ejerzamos la responsabilidad de elegir, estaremos o no en sintonía con el sentido/propósito de nuestra propia vida; sentido que no es universal, sino único en cada individuo (Frankl, 2015).

Más allá de la importancia de los primeros años, el autoconcepto no es algo que se configura de manera rígida y estática únicamente en la infancia, sino

que se va moldeando constantemente, influenciado tanto por nosotros mismos como por nuestras relaciones interpersonales (Meglosa, 2013). En la adultez, un autoconcepto positivo es tan importante como en la niñez, dado que es la base del buen funcionamiento personal, profesional y social, y repercute directamente en la satisfacción personal (Esnaola et. al, 2008).

Volviendo al principio, una buena manera de amarnos a nosotros mismos es reconocer lo positivo en nosotros, dominar nuestros pensamientos, saber perdonarnos y cuidar nuestra salud espiritual y física (Meglosa, 2013).

De la misma manera, amar al prójimo como a nosotros mismos empieza con ayudarlo a desarrollar o mantener su propio autoconcepto equilibrado.

Podemos enfatizar lo positivo de las demás personas, reconocer sus necesidades especiales, no ridiculizarlas ni burlarnos de ellas, brindarles apoyo cuando lo necesiten o agradecerles o pedirles perdón (o perdonarlas) cuando corresponda (Meglosa, 2013).

Concluyendo, desde que nos despertamos y hasta que nos vamos a dormir, vivimos una sucesión de experiencias que van marcando nuestro día e, incluso, el tipo de sueños que tendremos en la noche.

Es verdad que hay vivencias que no son éticas o morales, como sufrir un robo; así como otras que son vistas universalmente como “malas”, como la muerte de un ser querido o una enfermedad. Sin embargo, el concepto que tengamos de nosotros mismos influirá en la percepción de cada experiencia vivida porque, según nuestro autoconcepto, será el concepto que tengamos de los demás, del mundo y de la vida.

“Jesús le dijo: […] amarás al Señor, tu Dios, con toda tu mente y con todas tus fuerzas […] y a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:29-31, Biblia de Jerusalén).

Nicolás Lusardi, psicólogo

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